La carta de sor Juana a su confesor

La carta de sor Juana a su confesor

por Miguel Ardila

Depender sólo de la voluntad de Dios es nuestra verdadera autonomía.

Nicolás Gómez Dávila.

En 1980 monseñor Aureliano Tapia Méndez, investigador de archivos y documentos históricos, descubrió en la Biblioteca del Seminario Arquidiocesano de Monterrey, una copia de una carta que sor Juana Inés de la Cruz le escribió a su confesor, el padre jesuita Antonio Núñez de Miranda. La Dirección General de Investigaciones Humanísticas de la Universidad Autónoma de Nuevo León publicó la carta el 3 de mayo de 1981 en una edición de tiraje muy limitado y con el título de Autodefensa espiritual de sor Juana.

A diferencia de otras que escribió sor Juana, la también llamada Carta de Monterrey tiene un carácter confidencial, ya que está dirigida exclusivamente a su confesor, y surge de la imperiosa necesidad en que se vio sor Juana de liberarse de la tiranía que el padre Núñez ejercía sobre ella. No obstante, es comparable con la carta Respuesta a sor Filotea de la Cruz, en ambas se abordan temas y asuntos en clave, a tal punto que se puede considerar la primera un esbozo de la segunda.

La Carta de Monterrey aporta una visión biográfica de sor Juana que evidencia las dificultades que la poeta metida a monja tuvo que sortear para labrarse una vida que hubiera querido consagrar plenamente al estudio de las humanidades y de las ciencias, y por supuesto a la escritura de sus poemas. Como se sabe, la vida religiosa de sor Juana giró en torno a los dictámenes del padre Núñez, quien en agosto de 1667 la convenció de ingresar en la comunidad de las carmelitas, fue su tutor durante más de diez años, se alejó de ella a comienzos de la década de los ochenta y se reconcilió con ella a comienzos de la década de los noventa con ocasión de la renovación de votos por los veinticinco años de vida religiosa (el 8 de febrero de 1694). El padre Núñez estuvo en el centro del escándalo suscitado por el hecho de que una monja escribiese versos. Los especialistas en la obra de sor Juana consideran que su periodo más fecundo fue la década de los ochenta y principios de la de los noventa, precisamente cuando logró desembarazarse (palabra muy usada por la monja en sus poemas) del control del confesor. Alatorre (1987, p. 634) supone que sor Juana rompió la relación con el confesor por sugerencia de la condesa de Paredes. En todo caso, se sabe que contó con el apoyo del poder político de los virreyes y que esto redundó en cierta autonomía creativa.

Sor Juana no aspiraba a la santificación, le bastaba su salvación y ésta se conseguía sin necesidad de un mediador: «Podré gobernarme con las reglas generales» (renglones 300-301). Esta actitud, dada la preeminente autoridad del confesor, debió de haberle ofendido aún más que los desacatos de sor Juana, ya que era declarar su cargo insubsistente. Pero lo que realmente buscaba al escribirle la carta era sustentar que sus actividades literarias no atentaban contra sus actividades religiosas. Por eso la carta sienta un precedente insólito de libertad de pensamiento.

El padre Núñez difundió entre las monjas un manual, La perfecta religiosa (1599), obra del padre Antonio Arias, un jesuita español que había venido a Nueva España, después escribió varios libros sobre cómo debía ser la vida monjil y publicó sus propios manuales (Alatorre, 1987, pp. 605-606), en los que enseña a las monjas a comportarse sin atreverse a cuestionar, por supuesto, los preceptos, entre ellos los votos de castidad, pobreza y obediencia, y un cuarto voto, rehusar el trato con el mundo. Según el padre Núñez, el voto de obediencia obligaba a la monja a renunciar a su propia voluntad y libre albedrío (Alatorre, 1987, pp. 612-613).

Mediante la lectura de la carta, tenemos noticia no sólo de los tormentos que acongojaban a sor Juana sino también de los prejuicios, la soberbia, la envidia, los celos y demás mezquindades del hombre del que más podría ella esperar un estímulo para desarrollar su extraordinario talento, pues al fin y al cabo era su guía espiritual. Sor Juana, aunque sumisa ante la jerarquía eclesiástica, manifiesta su afán de conocimiento como también su carácter rebelde al cuestionar los valores sociales, morales y religiosos. Acude a la pregunta retórica para plantearle unos interrogantes a su censor con una ironía tan fina que, si él fuera tan inteligente como dicen los historiadores que era, tuvo que entender que ella se daba cuenta de que su autoridad sólo estaba basada en su posición social, como hombre y jerarca de la Iglesia.

Sor Juana se las ingenió para tener siempre el pretexto adecuado con el fin de exponer sus ideas sin que esto le causase alguna posible acusación. De ahí que en la carta adujese que sus creaciones eran encargos que le hacían personalidades cuya superioridad jerárquica le impedía rechazarlos so pena de quebrantar su voto de obediencia. Por otra parte, atribuía sus dones poéticos a la inspiración divina, con lo cual ella quedaba exonerada de la culpa de todo aquello que pudiese considerarse pecado. Sor Juana tenía que ser muy prudente y cautelosa. Y si de alguien se vio impelida a desconfiar, por paradójico que parezca, fue justamente de su confesor. En la carta sor Juana reconoce los méritos del padre Núñez y le manifiesta su afecto, pero basada en las razones que expone lo hace de manera decidida, sin ningún temor a las consecuencias que podría acarrear enemistarse con el «oráculo de la ciudad».

Sor Juana le señala punto por punto los agravios que ha soportado y que él justifica sólo con el supuesto beneficio de lograr la salvación del alma de su protegida. Le agradece de forma irónica todas sus buenas intenciones y de manera sincera los favores concretos que en realidad redundaron en su provecho, como las veinte lecciones de latín que le impartió el bachiller Martín de Olivas, gracias a las cuales se inició en el conocimiento de esa lengua. Por eso a los estudiosos de la obra de sor Juana les resulta interesante dilucidar quién fue en realidad su confesor, qué factores ejercieron coerción y qué tanta libertad tuvo ella para crear su obra.

Sor Juana comienza la carta justificando su silencio ante las críticas y murmuraciones que durante dos años el padre Núñez había estado haciendo a sus espaldas. Ella había sido tolerante y no había querido reprochárselo, pero la situación se le había vuelto insostenible, dado que para el padre Núñez el silencio era prueba de indiferencia o desdén ante su autoridad, de tal suerte que no tuvo otra salida que escribirle. Podría haber presentado su queja de forma oral, bajo el secreto de confesión, pero el propósito que buscaba era librarse de una vez por todas de su yugo y para ello la mejor arma que podía esgrimir era el discurso de las letras.

Sor Juana justifica el haber hecho caso omiso a las críticas sólo por el respeto que le debe y por el «cariño filial» (renglón 14) que siente por él. Más adelante le dice «padre mío, ¿no es preciso yo lo sienta de una persona que con tanta veneración amo y con tanto amor reverencio y estimo?» (renglones 256-258). He aquí un par de ejemplos –entre muchos que se podrían citar– de la sutileza que tenía que emplear: el adjetivo filial es imprescindible, porque el lenguaje relamido del clero (en el que abundaban expresiones de amor, virtud, belleza, admiración, etcétera) no podía ser ambiguo ni mucho menos tener un doble sentido, ya que incluso un mal pensamiento era condenable. En el segundo ejemplo, la segunda cláusula del retruécano aclara que su amor consiste en reverenciarlo para evitar una mala interpretación.

Sor Juana se queja de que el padre Núñez haya hecho de sus «acciones» (renglón 3) motivo de «escándalo público» (renglón 4), es decir que no sólo son reprensibles sus actividades intelectuales (la lectura y escritura de obras no religiosas) sino también su relación con el mundo –su vida social–, que en el caso de una monja de clausura se limitaba a recibir en el locutorio la visita esporádica de algunos de sus más cercanos admiradores. De modo que no podemos pensar que se trataba sólo de inquina: no cabe duda, lo que el padre Núñez quería no era guiarla sino doblegarla.

Una de las estrategias que usa sor Juana en su discurso es la modestia, de ahí que le reste importancia a sus poemas, como si fuesen sólo fruslerías, mero entretenimiento o simples formas vacías. No quiere defenderlos, incluso dice aborrecerlos (renglón 265), aduce que aunque los ha escrito no le pertenecen. Alega que para colmo de males sus poemas le han granjeado la animadversión o la envidia de algunas personas y que las actividades intelectuales y creativas le estaban vedadas por ocuparse de temas profanos. Sor Juana habla de forma general para referirse a sus detractores, cuando en realidad alude a su confesor, quien es el más implicado en las acusaciones. En el momento de argüir, sor Juana es punzante, pero para juzgar a su superior es circunspecta, por eso contrapone a la impugnación el halago, con el fin de mitigar lo que en su condición de mujer y monja podría considerarse un atrevimiento. Su confesor esperaría no sólo respeto sino también pleitesía, ya que él era el oráculo y la luz celeste que alumbraba el camino, no sólo de ella sino también de todas las monjas, a las que todo aprendizaje adquirido en el convento les era permitido siempre y cuando sirviese para la alabanza de Dios, pero ésta, según el clero, era la única función de una monja. En aquella época, estudiar tenía en Nueva España dos implicaciones para una mujer: la tentación que podía provocar a los hombres y el desafío a sus conocimientos. Las mujeres y en especial las monjas debían ser sumisas e ignorantes. 

En el estudio que hace de la carta, Mabel Moraña (1990) señala que no sólo es una autodefensa de la posición marginal de sor Juana sino que también es ilustrativa del sistema representado por su confesor, de modo que la carta se convierte en un documento de la época, a pesar de que debía ser velado el nivel de conciencia posible (p. 223). Señala lo que aunque evidente es necesario resaltar acerca del contexto cultural e ideológico en el que se halla sor Juana: se trata de la intersección entre el saber escolástico y la literatura profana, el medio conventual y el ambiente cortesano, el dogmatismo religioso y los albores del pensamiento racional moderno. Por otra parte, la perspectiva del análisis de Moraña (1990) se sustenta en que la obra de sor Juana «surge de la circunstancia concreta de la represión intelectual y la censura impuestas por la España imperial, contrarreformista, en las colonias del Nuevo Mundo» (p. 205). No obstante, sor Juana encontró en la Iglesia católica una protección, tanto que prefirió la vida conventual al matrimonio, como lo expresa en la Respuesta. Prueba de ello es que la gran mayoría de la obra autónoma de sor Juana es de carácter secular y que en ella expone sus ideas desde un racionalismo antropológico y no desde el racionalismo teológico.

Acerca del estilo de la carta, Octavio Paz (1982) dice que: «El amor por las ondulaciones y circunvoluciones, así como por las figuras lógicas y los razonamientos, no viene sólo de la prosa barroca sino de la influencia de la literatura y de la teología. Sor Juana tenía una irrefrenable propensión a razonar, argüir, reargüir y demostrar» (p. 633). La carta «es un ejemplo de esas peculiaridades intelectuales y estilísticas. Las frases son largas, más largas a veces que las de la Respuesta a sor Filotea de la Cruz, pero ni se rompe la concordancia ni se atenta contra la lógica» (p. 633).

En efecto, se comprende que la intención de la carta no era artística sino argumentativa, no pretendía lograr la perfección formal sino demostrar sin dejar ningún resquicio que las acusaciones carecían de fundamento lógico. Valiéndose de que su acusador es su mismo confesor, sor Juana confiesa lo que piensa y siente. Su expresión es al mismo tiempo racional y emotiva. De ahí la necesidad de demostrar por escrito su inocencia. Pero en lo que sor Juana es impecable e implacable, a tal punto que podemos considerar la carta un ensayo, son las estructuras dialécticas y los quiasmos de su argumentación: una interpretación de una idea a partir siempre de la interpretación antitética pero mediante una idea correlativa a ambas. Si «redarguye» (verbo que en la carta usa dos veces y estrategia para elaborar silogismos en sus obras) es porque su sustentación se basa justamente en presentar a su favor el argumento con el que se la condena.

Por la carta nos enteramos de todo lo que al padre Núñez le parece reprochable en sor Juana. Ella sustenta que escribir versos, instruirse o recibir obsequios no es inmoral ni pecaminoso ni mucho menos cuando no ha buscado los reconocimientos ni subvertir ninguna norma, sino cultivarse para servir mejor a Dios. Alatorre (1987) concluye que la conducta del padre Núñez hacia sor Juana sólo se explica por la envidia que le tenía (pp. 638-640). Una de esas razones es el Neptuno alegórico, obra que sor Juana escribió en 1680 por encargo del arzobispo de México fray Payo Enríquez de Rivera.

A la murmuración, ella opuso la palabra escrita para que no quedasen dudas de su posición. La «luz celeste» del padre había sido opacada por la brillantez de la monja, que despertaba la admiración de todos, salvo de algunos jerarcas de la Iglesia. Sor Juana sabe que los aplausos son una forma hipócrita de la envidia. La carta es diáfana:

Pues en la facilidad que todos saven
que tengo, si a éssa se juntara motivo de vanidad (quizá
lo es de mortificazión), qué más castigo me quiere V.R.
que el que entre los mismos aplausos, que tanto [l]e due-
len, tengo? ¿De qué embidia no soi blanco? ¿De qué mala
intención no soi objecto? ¿Qué acción hago sin temor? ¿Qué
palabra digo sin recelo? Las mugeres sienten que las
exceda. Los hombres, que paresca que los igualo. Unos
no quisieran que supiera tanto. Otros dicen que avía de
saver más, para tanto aplauso. Las viejas no quisieran que
otras supieran más. Las mozas, que otras parescan bien.
Y unos y otros, que viesse conforme a las reglas de su dic-
tamen. Y de todo junto resulta un tan estraño género de
martirio qual no sé yo que otra persona aya experimen-
tado. (renglones 92-106)

El soneto 150, que según indica Alatorre (1987) en la Inundación castálida seguía al soneto 146 y que por error Méndez Plancarte separó, ya que ambos conforman un díptico, corrobora lo dicho en la carta:

¿Tan grande, ¡ay hado!, mi delito ha sido
que, por castigo de él, o por tormento,
no basta el que adelanta el pensamiento,
sino el que le previenes al oído?
Tan severo en mi contra has procedido,
que me persuado, de tu duro intento,
a que sólo me diste entendimiento
por que fuese mi daño más crecido.
Dísteme aplausos, para más baldones;
subir me hiciste, para penas tales;
y aun pienso que me dieron tus traiciones
penas a mi desdicha desiguales,
por que, viéndome rica de tus dones,
nadie tuviese lástima a mis males.

No cabe duda, sor Juana demuestra que el éxito es la causa principal de la envidia y de la injuria, de tal suerte que si no tenemos quién nos envidie ni nos injurie es porque no hemos hecho cosas valiosas en la vida. Por eso no debió de haberle importado morir siendo «la peor del mundo», al fin y al cabo había sido la mejor poeta.

Bibliografía

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S.n. (1993). Carta de sor Juana Inés de la Cruz a su confesor. Autodefensa espiritual. México: Producciones Al Voleo el Troquel.

Miguel Ardila es licenciado en Estudios Literarios en la Universidad Nacional de Colombia, tiene una maestría en Literatura en la University of Houston y un doctorado en Literatura Hispanoamericana en la BUAP. Realiza trabajo como traductor y corrector de estilo, también escribió una biografía del escritor Fernando Vallejo (inédita) y en la actualidad escribe una serie de relatos autobiográficos.

Imagen de pintura por Miguel Cabrera c. 1750, óleo sobre tela, Museo Nacional de Historia