Kyra Galván: “Supongo que lloraba mi propia muerte para Japón, mis recuerdos”

Kyra Galván: “Supongo que lloraba mi propia muerte para Japón, mis recuerdos”

Lloré como si mis lágrimas ambicionaran abrir un nuevo cauce en el río Sumida […] Sollocé perlas iridiscentes recién salidas del mar y las fui dejando como migajas de pan para que algún día constataran mi paso por aquellas tierras…1


Kyra Galván

Por Ever Aceves

Leer El sello de la libélula, la más reciente novela de Kyra Galván, es introducirse en una máquina del tiempo —y del espacio; es transportarse de México a Japón y de regreso. Una aventura pletórica de imágenes místicas y sagradas, tan llena de simbolismos como de humor. Sumamente disfrutable. Este libro se vuelve una obra imprescindible para toda persona interesada en Japón, en la espiritualidad oriental, o en la crónica de viaje. Además, lo real de los personajes genera una indescriptible identificación frente a circunstancias como el extravío, los celos, la muerte, la frenética atracción carnal.

El sello de la libélula está compuesto de dos historias y tiempos entramados: la de Erika —esposa de Andrei, madre de Andrómeda—, familia mexicana contemporánea, narración en primera persona singular; y la de Álvaro de las Casas, un tripulante joven y apuesto que partió en 1609 de las Islas Canarias junto al gobernador de las Filipinas —don Rodrigo de Vivero y Aberruza— hacia el puerto de Acapulco con un grupo selecto de españoles y criollos asentados en la Nueva España. Su plan se vio truncado al encontrarse con una vesánica tormenta que los desvió por completo de su destino, llegando así, por accidente, a Japón.

Galván expone prodigiosamente el cúmulo de experiencias al que se enfrenta Erika y su familia al llegar a Japón por motivos diplomáticos. Lo hace con una comicidad tan realista que cualquiera logra identificarse con sus palabras mediante incontables carcajadas. Un choque de culturas abismal se vuelve evidente:

La primera vez que tuve que quitarme los zapatos al llegar a una reunión, me sentí como si en lugar de las zapatillas, me hubiera desnudado completa. ¿Qué hacer con los pies desnudos? ¿Cruzar la pierna y balancear mi pequeño pie en frente de todo el mundo o esconderlo disimuladamente debajo de los sillones? Por su parte, los señores se enfrentaban al problema de encontrarse con un hoyo en los calcetines y era un tanto imposible como penoso andar tratando de ocultar el agujero a los demás invitados. Ahí, era un must traer medias limpias y calcetines nuevos, aunque a pesar de eso, casi inevitablemente aparecía un hoyo por reunión y casi siempre de quien menos te lo esperabas, volviéndose tema de chanza. [2]

Pero no sólo es una obra magnífica por el humor. La prosa poética a la que Galván recurre adopta constantemente tintes eróticos, humanos:

Sólo las estrellas eran testigos fidedignos de su deseo. Ellas sabían lo que crecía en su interior, un pequeño monstruo que se volvía incontrolable y se multiplicaba en la humedad de su apetencia insatisfecha.[3]

Mediante cartas que escribe Erika, la también poeta da cuenta del valor de la amistad. Una amistad íntima e intensa con un joven gay de nombre Paco —a través de cartas que el destinatario jamás respondió de vuelta— relación que de pronto se verá frustrada debido a un doloroso suicidio:

—Era Héctor Sandoval para avisarnos que Pepe está muerto.

La sangre se me heló. José Brizuela era mi mejor amiga del alma. Pensé que se trataba de una broma de mal gusto. Los mejores amigos nunca mueren… pensé, pero me faltaba mucha vida por aprender.

[…]

No podía concebir la idea de que no volvería a verlo nunca más. Me puse muy mal. Me faltó el aire, sentí que me desmayaría. Me dio un ataque de pánico, me hiperventilé.

[…]

Y uno no puede hacer nada más que convertirse dócilmente en víctima aleatoria de la vida. Dejarse arrastrar por el dolor y la resignación. Recibir los golpes de los heraldos negros que nos manda la Muerte. [4]

La negación frente a la muerte, el dolor del duelo y su posterior aceptación irremediable. El eterno adiós.

La autora de Anatomía de la escritura regala al lector imágenes que, ante el ojo occidental, pudieran resultar incomprensibles, pero al estar inmersa en un país en donde hasta los dispensadores de cigarros adoptan un aire místico, el lector se va sumergiendo lentamente en un mundo de espiritualidad mientras camina por calles desconocidas, disfrutables a cada instante por los rasgos repletos del extranjerismo que las caracteriza.

Galván hace recordar el goce de los viajes a partir de esta crónica sincera de una mujer que se deslumbra ante lo insólito del país antes llamado Nippon —hoy Japón. En una ocasión, Erika se encuentra en una de sus andanzas por la calle con un monje que le habla en japonés, ella le responde en el mismo idioma sin saber cómo —pues de pronto sus códigos son sintónicos, se entienden hablando japonés—, pues ella misma se consideraba “en ayuno de ideogramas” al desconocer por completo esta compleja lengua, pero lo hace a la perfección. Descubre que ha ido a este país a resolver sus karmas pasados, y cuando busca al monje, ya no está por ningún lado, ha desaparecido. Erika es testigo de una marabunta de libélulas que llegan a ella pacíficamente, primero una, luego dos, luego una ola de lumínicas formas, mismas con las cuales parece mantener una relación tan estrecha como etérea: un evento que marcó el rumbo de su destino.

El matrimonio es un tema ineludible en esta obra, el matrimonio joven y ardiente de Erika y Andrei, que llega a atravesar por turbulencias como las que atravesó la tripulación de Álvaro de las Casas; pero aquí la tormenta toma forma de primitivos celos ocasionados ante la figura amenazante de una mujer diplomática de voluptuosas curvas.

Es evidente la investigación histórica a la que la poeta acudió para la realización de esta novela. Me deslumbré al conocer a los hannyas, estas mujeres convertidas en ogro a consecuencia de los infortunios amorosos:

[…] los hannyas eran máscaras de ogros que originalmente habían sido mujeres comunes y corrientes, pero que, como resultado de un amor mal avenido, se habían convertido en engendros debido a que no habían podido controlar los celos, el odio, la rabia o la envidia de haber visto a sus enamorados en brazos de otras damas. Se habían convertido en víctimas de sus propias pasiones desbordadas.[5]

Ya contaba con referencias de mi hermano sobre la belleza inusitada, los sentimientos que provoca presenciar el espectáculo inamovible, pausado y, a la vez, cimbrante del Templo Dorado, ubicado en Kioto. La novelista retrata con proeza los elementos tan vívidos como mexicanizados de los que se compone aquella majestuosa obra arquitectónica; la experiencia de estar ahí:

[…] el templo dorado en medio del plácido lago que parece un espejo natural perfecto

[…] era precisamente esa simplicidad ligera, casi etérea, de la madera colocada en capas como un pastel de quinceañera y recubierto de oro que refulgía con el sol reflejando sus rayos dorados como el halo de un santo, lo que le otorgaba su embrujo […] Ese doble aliento, portal a una entrada no terrenal, juego de espejos que se reflejan uno al otro, era lo que coronaba la vista con la seducción de las obras maestras.

[…] Una visión tan fina como la gasa, que si la tocas se esfuma, se vuelve humo, ilusión.[6]

Con su ojo mexicano, la autora observa a través de ávidos binoculares que sobrepasan por mucho las descripciones simplistas. Galván posee un lenguaje barroco que particularmente me atrae.

Mágicas experiencias, la magia de ser extranjero en otro continente, en un país que, además, se comunica en un idioma completamente distinto al español. Y como todo viaje, en la novela una sorpresiva necesidad por mudarse a Londres los hace despedirse de Japón. Esta novela, que también es crónica histórica y crónica de viaje, circularmente, como el yīnyáng, comienza y termina con la profunda nostalgia del viaje que, pareciera ser que, entre más lejos el país visitado —vivido, respirado, copulado—, más duele dejarlo:

Había aprendido tantas cosas en este viaje, me había cuestionado otras tantas y había intentado, de la mejor manera posible, pagar un guiri [“una obligación que no se deshace ni con la muerte”[7] de tiempos ancestrales. Me iba en duelo, pero satisfecha.

[…]

Y de esta manera sutil, incomprensible, adivinaba que no regresaría jamás a estas islas, que mi pérdida era total y absoluta e irremediable.[8]

Una vez adentro del taxi, sentí un impulso incontrolable de gritar, de regresar al hotel, al departamento que una vez había sido, pero ya no era, mi hogar.[9]

Supongo que lloraba mi propia muerte para Japón, mis recuerdos […] el dejar atrás, y quizá para siempre, la existencia de incomprensibles ataduras en ese lugar de maravillas. Un karma saldado al que duele también dejar.[10]


Notas

[1] Galván, K. (2017). El sello de la libélula. Ciudad de México: Vergara., p. 10.

[2] Ibid., p. 72.

[3] Ibid., p. 34.

[4] Ibid., p. 324-325.

[5] Ibid., p. 111.

[6] Ibid., p. 147-148.

[7] Ibid., p. 9.

[8] Ibid., p. 337.

[9] Ibid., p. 334.

[10] Ibid., p. 11.


Ever Aceves

Lic. en Psicología por la UAEM. Ha publicado en Nexos, Pie de Página, Replicante, Praxis, La Lengua de Sor Juana y La libreta de Irma. Blogger en Milenio. Ha trabajado en Capgemini, Microsoft y Amazon. Escribe poesía, cuento, novela, ensayo, reseña, entrevistas y textos experimentales; fotógrafa autodidacta con dos exposiciones individuales. Asistió a talleres literarios con Alberto Chimal, Rosa Nissán, Jorge Humberto Chávez y Magali Tercero. Fue entrevistada para el documental Pita Amor: A la eternidad sentenciada (TV UNAM, 2018). Participó en la recitación de poemas en conmemoración al Natalicio de Guadalupe Amor en el Teatro María Tereza Montoya. Impartió Historia del Arte en el Siglo XX a nivel básico, con enfoque de género. Esteta, transfeminista.


La Lengua de Sor Juana es una revista bimestral del Centro de Posgrado y Estudios Sor Juana ©. Av. Las Palmas 4394, Las Palmas, 22106 Tijuana.

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