Josefina Vicens
Ya siento en el ánimo de quien lea esto ese desprecio tolerante que suscita el que cuenta cosas que sólo a él interesan. Veo escritas, escritas por mí, esas frases cuyo recuerdo todavía me estremece, y que sin embargo se quedan desnudas, dulzonas, porque no tienen ya, ni puedo lograr que tengan al escribirlas, eso que las hacías respetables y conmovedoras: el temblor de los labios de mi abuela, su grave tono de voz; su negro vestido, pobre y digno; sus manos huesosas, sus gestos cansados. Yo lo sé; dicho así, todo esto no es más que una lista de características que no tienen sentido. Si me fuera posible dar la impresión exacta, conjunta, de lo que se desprendía de aquel porte, de aquella dignidad, de aquel olor especial, de aquel temblor, de aquellos trajes siempre de la misma hechura, de todo aquello que formaba su personalidad discreta, voluntariamente escondida. Si me fuera posible revelar lo que ella trataba de conservar oculto y que no obstante, por su fuerza, surgía con gran vigor; si todo eso me fuera posible, cualquier relato que sobre ella hiciera tendría la intensidad y la medida justas.
Pero así, no puedo hablar de ella. Sería como desmantelarla, como exhibirla sin recato alguno. No puedo hacerlo.
Me pidió perdón un día. Un perdón improvisado y tierno que no olvidaré nunca. Es todo lo que puedo decir.
Y creo que así continuaré, sin tener nada que decir, porque lo primero que anoté con grandes letras, como una flecha que anunciara el peligro, fue: “NO HABLAR EN PRIMERA PERSONA”. Eso arrastra inevitablemente al relato de cosas particulares, reducidas al tamaño exacto de la casa familiar, de los parientes cercanos, del barrio, del vecino. Yo pretendo escribir algo que interese a todos. ¿Cómo diría? No usar la voz íntima, sino el gran rumor.
¡Qué difícil es! Necesito una vía estrechísima. Necesito detenerme, detenerme constantemente.
Se trata de escribir y entonces, necesariamente, hay que marcar un tema, pero más que marcarlo, porque no tengo el tema que interese a todos, hay que desvanecerlo, diluirlo en las palabras mismas. ¡Otra vez las palabras! ¡Cómo atormentan! La verdad es que yo no puedo inventar a algo ni a alguien y entonces necesito llenar con palabras ese hueco, ese vacío inicial. Pero con tales palabras, tan convincentes, que no se perciba la existencia del hueco. Que no sea un ir poniendo, rellenando, dejando caer, sino un transformar, hasta que sin tema, sin materia, el vacío desaparezca.
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