Cartas a Ricardo. (Fragmento)

Cartas a Ricardo. (Fragmento)

Rosario Castellanos.


La Concordia, Chiapas, 15 de agosto de 1950.

Mi querido Ricardo,

Hasta hoy, apenas, llegué aquí y tuve el gran gusto de recibir su carta y de que me informaran de viva voz de su telegrama.

Su última carta es muy corta. Usted tiene su disciplina filosófica de una solidez que soy capaz de apreciar midiéndola con la superficialidad de Rayo de Luna sobre los mares con los que yo pasé por la facultad. Como mujer, que se supone un ser débil e indefenso, confiaba en usted y en sus fuerzas. Era pues una cosa de plenitud y además es usted cariñoso y tierno y todo amable. Tenía yo miedo de no resultar suficiente para usted. Porque tengo mis complejos todos activos e inhibidores, porque soy totalmente equilibrada, porque me he acostumbrado demasiado a vivir sola y a no compartir con nadie ni mi tiempo, ni mis gustos, ni mis actividades y porque no estoy segura de mi capacidad para hacer felices a los demás si tienen que vivir conmigo. Yo sé que es natural esa actitud, dada mis experiencias de infancia y de adolescencia; pero sé que tengo la obligación de haberlas ya superado.

Usted sabe que tuve un hermano y que se murió y que mis padres, aunque nunca me lo dijeron directa y explícitamente, de muchas maneras me dieron a entender que era una injusticia que el varón de la casa hubiera muerto y que en cambio yo continuara viva y coleando. Siempre me sentí un poco culpable de existir. Durante todos esos años hubiera querido pedir perdón a todos por estar viviendo y me sentía yo culpable, en cierto modo, de que las cosas hubieran sucedido de ese modo y no del otro que ellos deseaban. Constantemente me echaban en cara que si yo no hubiera vivido ellos hubieran podido tranquilamente suicidarse, pero que yo los ataba a una vida que no deseaban y que soportaban sólo por su sentido del deber. Mismo sentido del deber que los llevó a dejar su casa, su familia, su panteón de Comitán para instalarse en una ciudad repelente para ellos, solo por darme la oportunidad de estudiar una carrera que yo no había pedido ni había dado ningún síntoma de que fuera para mí necesario. Ahí tiene usted la raíz de todo, una raíz amarga y difícilmente extirpable. Cuando alcancé a darme cuenta de la injusticia de esa oposición y de ese trato me rebelé violentamente contra ella; lo dije todo. Reclamé, protesté, sin respeto y sin piedad. Ellos lo reconocieron y quisieron cambiar dándome un afecto que yo rechacé por parecerme tardío.

Me independicé de ellos en todos los aspectos que pude y nuestras relaciones fueron desde entonces muy poco cordiales, regidas sólo por una cortesía que apenas disimulaba rencor y remordimiento. Con mi mamá pude todavía reconciliarme tres años antes de su muerte; comprendí su sufrimiento, su situación de inferioridad en la casa por el hecho de que ella pertenecía a una familia pobre y no de las reputadas como aristocráticas en Comitán; que se había casado sin amor por miedo a la pobreza con un hombre 20 años mayor que ella y lleno de manías y de conceptos equivocados sobre su propio valor, sobre la obligación que tenían los demás de rendirse a su voluntad y demostrarle un afecto que él no era capaz de corresponder ni de demostrar. Era natural que en esas circunstancias mi mamá no tuviera más dónde refugiarse que en sus hijos y que perdió al más querido, en el que podía poner sus mejores esperanzas. Porque una mujer no podía más que repetir el destino de ella que había sido tan doloroso. Eso fue lo que no puede perdonarle a mi papá: su crueldad, su incomprensión, su falta de flexibilidad para tratarla a ella que era una criatura sensible y afectuosa. 

Por eso también consideré y he seguido considerando la vida de mi familia como un apretado infierno sin grandeza y sin mérito. Es absurdo, es tonto y es torpe estar escarbando en una herida, lastimando con las propias manos una llaga, reabriendo una cicatriz. Pero es que estoy tan sola y no sé estarlo. Cargo mi soledad como un fardo demasiado pesado. Exiliada de este mundo de los afectos y las relaciones humanas, trato de encontrar mi justificación, mi razón de ser en otras actividades. ¿Qué encuentro? Usted lo sabe bien: una tarea sin trascendencia y sin relieve en la que tampoco me pongo en comunicación con los demás, tampoco me apodero de ninguna de las cosas del mundo que están fuera de mí ni las poseo. Y esto, dígame usted, ¿no es también un dolor? ¿No es también un fracaso? Y todavía los otros cacareando alrededor de una, diciéndole en su cara “poetisa” como el peor insulto y la peor burla o llenándolo de alabanzas frívolas, de elogios sin fundamentos, de crítica sin justicia y sin conocimiento. Y ese testigo que todos pretendemos infalible, capaz de penetrar nuestras más recónditas y ocultas intenciones, capaz de pesar nos en una balanza fiel, Dios, lo he perdido y no lo encuentro ni en la oración ni en la blasfemia, ni en el ascetismo ni en la sensualidad.


Castellanos, R. (1976). Cartas a Ricardo. CONACULTA.

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