Cuesta arriba, de Griselda Álvarez
Repito que algún día caí en la necesaria reflexión: si me atacan es porque ven en mí la posibilidad de “llegar”. En otras palabras y cambiando un poco el conocido entimema: “Me pegan, luego existo”.
En rigurosa meditación de “mi caso”, a quién le debo el primer empujón es al ex senador y coronel Antonio Salazar Salazar. Lo digo sin resentimiento. ¡Qué va! Con sus embestidas subterráneas, constantes, me hizo más conocida en el medio político. Me abrió los ojos, como se dice. Me ayudó en sentido contrario.
Yo entonces “jugaba a la tímida”, valorando siempre exponer mis ideas, el término medio, el guardado equilibrio para no lesionar el momento histórico de las mujeres, el instante preciso para dar a conocer determinado punto de vista, no adelantar época, un prudente mutismo que rehúye la oratoria de lucimiento, un recatado segundo lugar. Hasta dar el gran salto.
Alerta en las sesiones, deseosa de captar enseñanzas, se me antojaba lejana, casi imposible la idea de ser gobernadora.
¡Mujer!
Para algunos, ese subsexo, ese ser humano de segunda, marca indeleble que imprime la imposibilidad de hablar o de opinar por ejemplo sobre cuántica, sobre electrónica, sobre sistemas digitales con alto grado de paralelismo en el procesamiento de información.
Toda la tecnología de alta velocidad, fuera del alcance de las neuronas femeninas…
¡Mujer!
¿Mujer en el mando de un Estado de la Federación?
Pero alguien me veía posibilidades y ese alguien había despertado la inquietud de la contienda.
Adelante. Preparé un diseño, una táctica para lograr el proyecto. Tenía que solicitar audiencia con seis o siete personajes que por su manejo de grupo representaban cientos de voluntades en mi favor.
Votos de calidad.
A todos llegué con la misma perorata, palabras más, palabras menos; que si el país necesita expresar ya una democracia homogénea generalizada en el tratamiento de los seres humanos con una verdadera igualdad; que si la problemática de los Estados de la República es diferente (se tiene que comenzar con los de menor dificultad) ya que algunos de ellos por su extensión territorial reducida, menor número de habitantes, bajo nivel de oposición partidista, son más fáciles de gobernar; que si tengo un currículum de siete cuartillas a renglón seguido y comprobado; que si conozco los problemas de mi entidad; que si he fundado en el Estado y en diferentes épocas el Centro de Acción Social Educativa en la ciudad de Colima, el Centro de Adiestramiento y Capacitación para Obreros, el Centro de Seguridad Social para el Bienestar Familiar en Tecomán, el de Peña Colorada, el de la ciudad de Colima, el Fideicomiso Hotelero en Manzanillo, etc.; que si tengo deseos de servir al pueblo; que si no tengo problema familiar, que si…
Atinadamente la juventud actual a esto le llama “rollo”. Éste era algo más largo que los rollos del mar Muerto.
Hubo resultado positivo, promesas y simpatía. Alguien dijo: “Si me piden mi opinión”… Otro más: “Si la ocasión se presenta”… Y algún otro fue más directo: “Ya es tiempo de dar la oportunidad a una mujer. Yo estoy de acuerdo”.
Dos claras excepciones: Oscar Ramírez Mijares, secretario de la CNC, a quien no me acerqué porque estaba en favor del senador Antonio Salazar, y el licenciado Jesús Reyes Heroles, secretario de Gobernación.
Pese a la amistad, me aseguró que el país no aceptaría mujeres gobernadoras y que los hombres de Colima no me dejarían llegar. De su despacho salí más reflexiva, pero no vencida.
Los hombres de mi partido empezaron a hacer auscultaciones por todo el Estado.
Y alguna mujer, en el Distrito Federal, desde una tribuna, lanzó atrevidamente “un buscapiés”. A ella le llamo mi manager y se llama Hilda Anderson. Fui su invitada a una conferencia donde se reunieron dos mil personas. Ubicada en la primera fila de sillas, escuché su discurso en el auditorio de la FSTSE. Hablaba de la situación político-histórica de la mujer. Hacia el final de su conferencia acentuó: “Existen ya en México mujeres preparadas con todas las características exigidas para llegar a la primera magistratura de un Estado, que nuestro partido debe tomar en cuenta al elegir candidatos. Un ejemplo está aquí, tiene estas cualidades… (ahí enumeró generosamente lo que quiso) y está sentada en primera fila. Es nuestra compañera la senadora Griselda Álvarez”.
El aplauso fue atronador y tuve que ponerme de pie para agradecerlo, entre cohibida y asombrada por la reacción del público en el Distrito Federal.
Por otra parte, en la misma ciudad de México los periodistas Aurora Berdejo y Armando Rojas Arévalo entrevistaron a Carlos Salazar Preciado, presidente de la Unión Ganadera Regional de Colima, y al presidente de la Cámara Nacional de Comercio, quienes se decía, me repudiaban. Ellos hicieron largas declaraciones desmintiéndolo y fueron los primeros en adherirse a mi posibilidad. Ocho columnas de un vespertino.
¡Unidos a mi precandidatura esos recios hombres ganaderos cuya estampa longilínea –estatura y músculos- era el prototipo de la masculinidad!
Toño Salazar me invitó a una comida en su rancho Selene en Colima. Asistí. Hacia el anochecer agradecí las atenciones y me despedí. Cuando abordaba el automóvil, me percaté de que mi abstemio y formal chofer estaba en terribles condiciones. Balbuceante me pidió perdón:
-Entre varios me agarraron y a la fuerza me hicieron beber; mire como me rompieron el hocico. (Jarrito de tuxca.)
Pedí ayuda a un amigo confiable; él tomó el volante y sin comentarios, por la carretera rumbo a Colima, reflexioné en lo que yo era en ese momento: la palabra escollo, sinónimo de obstáculo, pero que también significaba peñasco o arrecife. A escoger, Griselda.
Creo que mi compañero senador nunca supo “el incidente perfecto” que querían provocar sus partidarios.
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