Nellie Campobello
Si fuera posible escribir estas verdades con puntas de flechas pulidas por las manos cobrizas de comanches en guerra, lo haría, y lo haría sólo por el gusto de sentirme en el paisaje donde aún se respira la libertad heredada de nuestros ancestros. El precio que actualmente se paga por este derecho es el mismo —seguramente el mismo— aquí que en otros lugares donde los hombres pueden usar de todos los recursos de su alcance para desarrollar su fuerza destructora en contra de los mejores.
Nosotros teníamos un ritmo de vida sujeto a cambios violentos. Vivíamos en uno de esos lugares estratégicos y muy codiciados. Se aglomeraban unos y otros; yo los sigo clasificando: los malos y los buenos. Fui una niña bastante feliz, vi cómo peleaban aquellos hombres buenos con hombres verdaderamente malos. Por lo tanto, vi, aprendí y supe que los malos roban a los buenos y los matan; que para los buenos no existe la justicia ni en cientos de años, porque los malos viven mucho, prolongan sus ombligos por kilómetros y empapelan sus mansiones con las leyes que ellos y sus satélites fabrican para sus eterna protección.
A estos hombres no les importan los niños ni los jóvenes, simplemente los utilizan y explotan. Les roban su niñez, los engañan y a la mayoría de ellos los convierten en satélites. Todo esto forma un panorama mexicano, y este panorama tiene sus cortinas de humo al gusto de una mayoría pudiente que impone los cambios que les prolonguen su odiosa permanencia. Los que desean ser libres y huir de este panorama tienen que agazaparse o morir, no importa de qué muerte; fingir que ignoran un estado de cosas reprobables, injustas, criminales, donde florecen los despojos, las imposiciones y las calumnias, todo, absolutamente todo, organizado, como lo imponen los sistemas modernos. Los hombres que practican esto último son graduados y profesionales de carrera en la simulación, en la injusticia, en el despojo, en la calumnia y en eso tan, tan mexicano que nombran madrugar. Decir estas cosas no es denunciar nada nuevo; cuántos no han podido evitarlo, o han querido cerciorarse, lo han visto y sentido en su propia carne. Al exponer así mis verdades, simples e incoloras, sólo he querido decir por qué busqué un acomodo en lo que consideré lo mejor del panorama, es decir, una libertad verdaderamente mía, encontrada gracias a una angustia espiritual y física. Yo quería tener alas, verdaderas alas de cóndor: irme. Creo que muchas almas de mexicanos también han querido alguna vez tener alas. Muchos pueden irse volando en aviones, abordar el tren y hacerse la ilusión de encontrar su libertad. Entiendo que esta libertad quiere decir renunciar a todo lo superfluo y a muchas otras cosas fundamentales de la vida; ser dueños de nuestros movimientos y defender esta propiedad como se defiende la vida de un niño.
Sentí mi primer aliento de libertad un día en que me ahorcajaron en un caballo. Pero no se crea que emprendí la carrera, no, salí corriendo, simplemente él iba, paso a paso, andando en derredor del patio interior de nuestra vieja casa materna, y llevado de la brida por alguien a quien yo debo de haber querido inmensamente. Aquel paseo, que sólo duró unos instantes, me hizo sentir una seguridad casi permanente de bienestar. Capté un aire nuevo, creí haber ido por un mundo desconocido, inmenso y libre. Ni las miradas directas de regaño, ni las opresiones psicológicas, ni la autoridad salvaje, ni las ropas ajustadas, ni nada que obstruyera la acción libre del movimiento físico y mental podría detener el impulso de que yo tuviera la parte de bienestar que me pertenecía. El placer de ir al encuentro de la brisa para tenerla en el aliento me llevaba constantemente a buscar una ventana de escape para mi deseo imperante, y así fue como una mañana de primavera, estando en una huerta exuberante, donde el aire se cortaba pletórico de perfumes por las flores, me escapé de junto a mi mamá y me deslicé a la orilla de un río. Caminé sobre la arena mojada, compacta, y pisándola, rítmicamente, ella me devolvía la forma de los pies, mis pies burbujeantes en agua. Mirándolo todo, de pronto sentí un regocijo tal, que por primera vez, en mi vida de niña, inicié un canto que nacía de todas las partículas de luz que brillaban en los poros de mi piel -canto que le había oído a mamá cuando ella lo tarareaba en sus idas y venidas dentro de nuestro hogar.
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